De pequeña, en el kinder, hubo un niño japonés, llamado Jico, que cada que tenía oportunidad de pegarme, lo hacía. Cuenta la leyenda que, como capítulo de La Rosa de Guadalupe, el niño era maltratado en su casa y por eso era agresivo. ¡Pero yo no tenía la culpa!
Los años pasaron y llegué a primaria, en donde conocí a mi acérrima enemiga, en ese entonces así la llamaba, aunque desconocía el significado de esas palabras. María Cajigas y yo (así es, aún recuerdo su nombre) simplemente no podíamos estar en el mismo patio de recreo y la guerra comenzó.
En una ocasión María agarró mi lonchera (una muy coqueta por cierto), y la utilizó como balón de fútbol, mi lado materialista fluyó, lo Cruz se me subió a la cabeza y por primera vez sentí una ola de nervios hirviendo que me recorrían todo el cuerpo (no es exageración, cuando me enojo así siento), y es que ¿cómo "María Caquitas" (apodo que muy astutamente le puse) podía atreverse a ensuciar así mi amada lonchera?, "¡ahhh no! esto no se queda así" y mi mente maquiavélica se puso en práctica.
Si Mariquita (otro de mis astutos apodos) se atrevió a tal agresión, mi contragolpe tenía que ser fenomenal. Por lo que tardé todo el día en estructurarlo, en imaginar qué podía molestarle tanto, como a mí mi lonchera adorada (y es que, al parecer no era tan hábil con los planes bélicos, tanto como con los apodos). Después de unas arduas horas de quemarme las pestañas, la luz llegó a mí, sólo tenía que esperar el momento indicado para ejecutar mi plan.
El timbre para salir sonó, y cual aficionado de fútbol en el ángel de la independencia después del triunfo de la selección, salimos despavoridos al patio de recreo, a jugar mientras llegaban por nosotros. Mientras María (ya no pude pensar en otro astuto apodo porque mis esfuerzos se fueron en el plan de contraataque) jugaba en el patio, yo me escabullí en el salón en donde guardábamos las mochilas y loncheras, tomé la de ella y me dirigí al patio, asegurándome de que María me viera. En cuanto ella notó que tenía secuestrada su lonchera, la persecución comenzó.
Mientras corría por el patio con mi rehén entre las manos, esquivando multitudes y buscando un camino libre de maestras, mi mente iba a mil revoluciones por minuto, pensando en las posibles variantes de mi plan. Existía la posibilidad de que me tropezará (nunca he sido muy hábil para correr) y que María me alcanzara, y entonces sí, sería vencida en esta guerra; o peor aún, podía ser interceptada por alguna maestra que impidiera la ejecución de mi plan y no sólo no me llevaría la satisfacción de mi pequeña venganza, sino que además tendría que disculparme por las intenciones de un plan fallido.
Mis pensamientos se vieron interrumpidos por un rayito de luz, visualicé mi meta a lo lejos, mientras me acercaba iba abriendo poco a poco el cierre de la lonchera, y cuando por fin estuve lo suficientemente cerca del objetivo, metí la mano a ésta y comencé a sacar los tupperwares que había en su interior. El primero salió con dificultad, lo tomé cual proyectil, apunté hacia el objetivo, lo aventé con todas mis fuerzas y como Quarterback, esperé a que el balón llegara a su meta sin ser interceptado.
Veía volar en cámara lenta el tupper, cuando por fin, éste entró a través de la ventana del baño de los niños, una sonrisa malvada se asomó en mi rostro y es que, que mejor venganza que tirar toda su lonchera dentro del baño de niños, el cual a esas horas se encontraba peor que baño de gasolinería en carretera. Y así, fui aventando uno a uno los utencilios dentro de la lonchera, cuando estaba por culminar el acto y disfrutando la cara de María mientras lloraba, escuché un grito autoritario, que me gritaba: "Adriéfica, suelta la lonchera de mi hija o ya verás". Así fue, la mamá de María Caquitas me vió cometer el acto terrorista y comenzó a regañarme. Lo que más me onfedió, fue que me llamara como una de las brujas de Disney: "Adriéfica". El apodo retumbaba en mi cabeza una y otra vez (al parecer la señora contaba con la misma astucia que yo para los apodos).
En mis manos sólo quedaba la lonchera vacía y como venganza al grito de "Adriéfica", la aventé. Por su puesto, después pegué la carrera hacia la salida y en un magnífico timing llegó mi mamá por mí. Comencé a hacer gala de mis capacidades histriónicas y las acompañé de unas adorables lágrimas que conmovieron a mi mamá. Me quejé amargamente de la señora y su apodo petulante, y mi mamá se encargó del resto.
Historias como esa, nos acompañaron durante los siguientes 3 años, hasta que María Cajigas se cambió de escuela y no volví a saber de ella nunca más. Pero debo decir que, gracias a Jico y María aprendí a no dejarme, a inventar pésimos apodos, a ejecutar planes maqueavélicos y a, de vez en cuando, dejar salir a la Adriéfica que hay en mí :D